Desde mi trono (por Ramón Puig) El gimnasio de Vince Gironda

Desde mi trono, por Ramón Puig: El gimnasio de Vince Gironda

Tenemos la impagable suerte de contar con un artículo de Ramón Puig que describe cómo era, a qué olía, qué se sentía dentro del Vince´s Gym, el templo de Vince Gironda.

A veces me pregunto a quien pueden interesar estas crónicas de tiempos muy lejanos. De hecho, tras la muerte de Vince Gironda en 1997, Ron Kosloff ofreció a Musclemag su colaboración para continuar con la columna que aquél tenía en la revista. La respuesta fue que esa sección, muy probable y lamentablemente, desaparecería en los siguientes futuros números. Los jóvenes lectores aficionados al culturismo, sentían menos y menos interés por las respuestas y enseñanzas del “Gurú del Hierro”. Hoy en día sería aún mucho más temerario intentar reivindicarlas ante una enorme generación de atletas que divagan en un universo de péptidos imaginarios y falaces.
Revisitar las enseñanzas es rememorar la atmósfera de toda una época y eso pretendo hacer aquí con mi breve artículo.

El culturismo acababa su edad de oro, la de los dioses en blanco y negro, las chicas pin-up en la playa de Venice, y las batallas entre Arnold y Sergio de los primeros Olympia. Transcurría la –para mí mal llamada- edad de plata, con Mendenhall, DeMey, Christian, Paris y finalmente Haney. El antiguo Golds Gym en la calle 2 de Santa Monica estaba a punto de mudarse a Hampton Drive. Joe Weider expandía más y más su imperio. Corría el año 1977.
Lejos de allí: “Vince’s Gym: sin billar, ni música, ni cromados, sólo hierro.» Muy cerca del río Los Angeles, en el bulevar Ventura, estaba el local pintado de azul donde Gironda tenía su mundo, su público, sus alumnos. Otro mundo. O quizás otra galaxia, si de ello inferimos que dos concepciones del culturismo vivían tan distantes como una galaxia lo está de otra en el espacio infinito. Y en aquel Imperio gobernaba Gironda con su conocimiento analítico de un deporte tan poco familiar para quienes no lo practican y asimismo tan inescrutable a veces para todos.

Durante un corto tiempo fue mi profesor. Lo fue en la mejor edad de mi vida, cuando las personas mayores e inteligentes siembran en alguien como yo -ajeno, banal y caprichoso- la primera semilla de la curiosidad y la avidez por descubrir que había “detrás y por dentro de todo aquello”. Mi mundo iba por otros derroteros. Me interesaba la historia del arte. Leía, visitaba colecciones y conocía gente que poseía objetos bellos en sus casas. Y de un día para otro, llevado por el azar, acabé desentrañando el contenido de los textos de un excéntrico que aseguraba que había
que considerar la ‘sobretonificación muscular’ como un factor de estancamiento, o que recomendaba el consumo de tal y tal aminoácido para estimular la producción de hormona de crecimiento, o el diseño de nuevos ejercicios y ángulos o puntos de apoyo, las dietas disociadas, la aceleración del metabolismo por medios naturales y multitud de nuevas teorías para la época que probaron su verosimilitud.

En aquel mismo momento florecían las publicaciones de culturismo y el negocio crecía como la espuma. Comenzaba, pues –al menos a nivel de medios- la edad de plata. Los grandes teóricos (Ironman/Reader, Gironda) quedaban a la sombra de las grandes compañías y pronto irían oscureciéndose hasta desaparecer de la atención de los medios mayoritarios vinculados a este deporte.

Qué había en aquel lugar del bulevar Ventura? Un local pequeño de dos pisos con su fachada norte llamativamente azul. Al frente un pequeño cantero con plantas y encima el nombre Vince’s Gym en y sobre fondo de madera. El picaporte de la pesada puerta, una pequeña mancuerna de hierro.

Planta baja: gimnasio para los hombres sudorosos e intimidantes. Planta alta: gimnasio femenino para las chicas que no querían sentirse intimidadas. Con el tiempo las chicas querían entrenar bien y sentirse no intimidadas sino estimuladas por la atmósfera de entrega y seriedad de la planta baja, donde se cocía el culturismo científico de Gironda. Y de un día para otro todos estuvieron abajo y pocas arriba. Gironda subía a veces a concentrarse y pensar sus nuevos ejercicios y dietas, mientras en la planta baja Kay Baxter entrenaba codo a codo con el más enorme de los culturistas de entonces.

Eran ciento cincuenta metros cuadrados bastante oscuros. Moqueta roja muy caminada. Equipo de hierro diseñado por Gironda y bancos forrados de piel. Las barras reposan en su soporte de pie contra la pared. Un antiguo
ventilador de techo exorciza tímidamente el aire del lugar. Y tal como lo gritan las camisetas del gimnasio, allí no hay música. Sólo las voces de los que entrenan. No hay refrigerador con bebidas ni estante para los suplementos. Esta visión espartana resume el carácter y direccionalidad de quien fuera para tantos un maestro inspirador. Me siento casi centenario relatando estas vivencias pero, a la vez, quisiera transmitir la irrepetible sensación de saberse cercano a alguien fundacional. Muchos jóvenes deben albergar sentimientos parecidos al mío pues solo hay una edad en la vida en la cual el escepticismo o la duda aún no invadieron nuestras expectativas. Ese sentimiento que acompaña a los jóvenes entusiastas lo experimenté también en España cuando en la más fervorosa juventud veía a otros como yo, dedicados enteramente al estudio y a la pasión por “construir” campeones, teniendo como horizonte eventos europeos, mundiales, el mundo profesional. No hablo de las grandes superficies pues felizmente no existían, ni de las dos mil marcas de suplementos ofreciendo el abanico más alucinante de transformaciones que una mente pueda concebir.

No. No hablo de nada de ello porque sin ello también todo es posible.

«Tengo el conocimiento,» decía Gironda. «Enseño todo lo que he aprendido en los últimos cincuenta años. La barra es una varita mágica con la que puedo hacer tantas cosas como podáis imaginaros. Por ello mismo las maquinas no hacen al gimnasio. Mis mejores instalaciones están aquí, entre mis orejas, no afuera.»

Ramón Puig